Aún recordaba la habitación de Jaime. Era suya, pero la habíamos decorado nosotros. Ahí radicaba la diferencia. Sus cosas eran las cosas que Inés y yo compramos para él. Los dibujos de las paredes eran del colegio, pero fuimos nosotros quienes decidimos colgarlos. Si hubiéramos tenido otro hijo, habría sido igual. Sin embargo, lo que la hacía única, lo que la convertía en el dormitorio de mi niño, era Jaime. Sin Jaime no era nada más que cuatro paredes y pósteres de Disney. Y, cuando desapareció, me di cuenta. Ya no eran simples sábanas de dibujos animados, sino las sábanas de Jaime. Nunca volvería a dormir en su cama, jamás volvería a hacer nada suyo. Y lo que quedaba, esas tristes cosas que se vendían a miles, ya eran únicas.