Una fría tarde de diciembre de 1979, Steve Jobs detuvo su coche en el aparcamiento del Jardín de Alá, retiro y centro de conferencias situado en la ladera del Monte Tamalpais, en el condado de Marin, al norte de San Francisco. Estaba exhausto, frustrado y colérico. Además llegaba tarde. El tráfico en la 280 y la 101 estuvo prácticamente paralizado durante casi todo el trayecto desde Cupertino, allá en Silicon Valley, donde la empresa que había fundado, Apple Computer, tenía su sede y donde acababa de padecer una reunión del consejo presidida por el venerable Arthur Rock. Él y Rock no coincidían en casi nada. Rock lo trataba como a un niño.