Y porque, en estos últimos años, debido a las múltiples acechanzas, necesitaba en ese puesto a alguien de absoluta confianza, al que pudiera enterar de los enredos y querellas familiares. En eso, esta bola de grasa y alcohol era insustituible.
¿Cómo, bebedor incontinente, no había perdido la habilidad para la intriga jurídica, ni la capacidad de trabajo, la única, quizá, con la del caído en desgracia Anselmo Paulino, que el Benefactor podía equiparar a la suya? La Inmundicia Viviente podía trabajar diez o doce horas sin parar, emborracharse como un odre y, al día siguiente, estar en su despacho del Congreso, en el Ministerio o en el Palacio Nacional, fresco y lúcido, dictando a los taquígrafos sus informes jurídicos, o exponiendo con florida elocuencia sobre temas políticos, legales, económicos y constitucionales. Además, escribía poemas, acrósticos y festivos, artículos y libros históricos, y era una de las más afiladas plumas que Trujillo usaba para destilar el veneno de El Foro Público, en El Caribe.