—Hyacinth —dijo.
Ella lo miró expectante.
—Hyacinth —repitió, esta vez con más seguridad. Le sonrió, fusionando los ojos con los de ella—. Hyacinth.
—El nombre es conocido —terció su abuela.
Sin hacerle caso, él apartó la mesa de centro para poder hincar una rodilla en el suelo.
—Hyacinth —dijo, y le encantó su exclamación ahogada cuando le cogió una mano—, ¿me harías el muy gran honor de ser mi esposa?
A ella se le agrandaron los ojos, luego se le empañaron, y empezaron a temblarle los labios, esos labios que había besado tan deliciosamente solo unas horas antes.