La guerra de la henna

No parece gran cosa, pero a veces ser uno mismo, uno mismo de verdad, puede resultar lo más complicado del mundo.

Lo que quiero, más que nada en el mundo, es sentir que ser como soy no es algo que haya que ocultar.

Supongo que no es tan fácil olvidarse de alguien: después de todo, me sigue gustando Taylor Swift, aunque no soporte sus chorradas de feminista blanca.

No dejo de pensar: «Oye, Alá, si estás ahí, te pido por favor, por favor, por favor, que mis padres me sigan queriendo».

Después de todo, no solo son complicadas las relaciones bengalíes, ¿no? Es más bien esta cultura extraña y agobiante que nos dicta exactamente quiénes o qué tenemos que ser. Que no deja espacio para ser nada más.

El lunes por la mañana me despierto con una determinación renovada. Si mis padres no quieren aceptarme como soy, me parece bien. Si la chica que me gusta va a competir conmigo usando mi propia cultura, me parece bien también. Pero ya estoy harta de avergonzarme. Tengo clarísima mi decisión: voy a elegirme a mí

Como soy un genio dialéctico y me expreso de maravilla, le respondo:

«Oye, Alá, si estás ahí, te pido por favor, por favor, por favor, que mis padres me sigan queriendo».

No tienen ningún derecho a quitarme mi derecho a salir del armario ni a ganar una competición usando mi cultura como estandarte

Y todo porque me he enamorado de la chica equivocada, porque he decidido participar en una competición contra alguien que decidió que podría apropiarse de mi cultura y ganar.