No lo necesitas —responde Ivy—. Hay hechizos por todas partes. Tú lanzas cien por semana sin darte cuenta.
—Te aseguro —digo— que no hago tal cosa.
—Tocar madera —dice Ivy.
—Superstición —respondo.
Los otros miran con desconcierto como si estuviéramos dando un espectáculo.
—Es un hechizo —insiste Ivy—. Dices: Salud cuando alguien estornuda. Eso es un hechizo.
Pongo los ojos en blanco.
—Es un asunto de cortesía.
—Bebes té de jengibre con limón y miel antes de un resfriado. Tomas un baño cuando te sientes tensa.
—Ivy… —digo, pero ella no ha terminado todavía.
—Tus padres están casados, ¿verdad? Decir: Acepto es un hechizo mágico. Son sólo palabras como cualquier otra palabra, pero cuando se dicen en medio de un ritual, con intención, son parte de un hechizo. Algo viejo, algo nuevo, algo prestado, algo azul. Cuando eligieron para ti un nombre, fue un hechizo. Cuando te dejaban cortar flores y guardar hojas secas, era un hechizo. Tus muñecas cobraban vida por tus hechizos. Tu amiga imaginaria. Tus sueños. La forma en que escribes tus iniciales y las de alguien más dentro de un corazón por todos lados en tus libretas. ¿Qué es eso, sino un hechizo de amor?
Ya ni siquiera intento detenerla, pero no puedo evitar imaginar el anillo de Claddagh de mi madre, la colección de cosas como talismanes que están encima de mi cama, las palabras escritas en nuestros brazos con marcador.
—Lanzas hechizos todos los días. Tu maquillaje es glamour mágico. Ocultar y resaltar. La ropa que eliges para que tus piernas se vean más largas, tu cintura más delgada. El rojo que usas para sentirte segura, el negro cuando estás triste, el azul para la claridad. Tu sostén favorito. Tus calcetas de la suerte. La forma en que te tomas una hora para arreglar tu cabello. Es un ritual. Nunca se trata sólo de ropa, o maquillaje, o peinados desordenados perfectos. Se trata de magia.