Y si nosotros mismos tenemos una vocación, si no la hemos traicionado, si a través de los años hemos seguido amándola, sirviéndola con pasión, en el amor que profesamos a nuestros hijos podemos mantener alejado de nuestro corazón el sentido de la propiedad. Si, por el contrario, carecemos de una vocación, o si la hemos abandonado y traicionado, por cinismo o por miedo a vivir, o por un mal entendido amor paterno, o por cualquier pequeña virtud que se ha instalado en nosotros, entonces nos agarramos a nuestros hijos como el náufrago al tronco de un árbol, pretendemos enérgicamente de ellos que nos devuelvan cuanto les hemos dado, que sean absolutamente y sin salida posible tal como los queremos, que obtengan de la vida todo aquello que a nosotros nos ha faltado. Terminamos por pedirles todo aquello que sólo puede darnos nuestra propia vocación, queremos que sean en todo obra nuestra, como si, por haberlos procreado una vez, pudiéramos seguir procreándolos a lo largo de toda la vida. Queremos que sean en todo obra nuestra, como si se tratase, no de seres humanos, sino de obras del espíritu. Pero si nosotros mismos tenemos una vocación, si no hemos renegado de ella ni la hemos traicionado, entonces podemos dejarlos germinar tranquilamente fuera de nosotros, rodeados de la sombra y el espacio que requiere el brote de una vocación, el brote de un ser. Esta es, quizá, la única posibilidad que tenemos de resultarles de alguna ayuda en la búsqueda de una vocación, tener nosotros mismos una vocación, conocerla, amarla y servirla con pasión, porque el amor a la vida genera amor a la vida.