Devoción

Por un sagrado instante todo fue como antes, éramos solo ella y yo y el universo entero terminaba en los contornos de nuestras extremidades enredadas.

–Hanne –susurró–. Hanne, esto es lo que siento cuando pienso en ti. Un fuego que se cierra sobre sí mismo.

Decía mi nombre como si me llamara. Como si no fuera ella la luna y yo el océano, marea nostálgica, atraída siempre hacia ella.

Su voz envolviendo mi nombre, invocándome con dulzura, me desarmó.

Nunca he conocido a nadie que aceptara tan de buena gana el misterio, las cosas que escapaban a su comprensión.

–Tu padre tiene miedo –le dije a Thea–. Amor y miedo. Las dos razones por las que todos actúan.

Mi eje estaba roto.

La capacidad que tengo ahora de comprender que el mundo gira impulsado por un misterio inefable entonces no me acompañaba. Ahora sé que mi mente es demasiado pequeña para contener el espíritu. El espíritu, espero, es lo que me sostiene.

El amor de mis padres se manifestaba siempre instándome a mejorar: a ser más. Más piadosa, más contrita, más solícita. También Dios se relacionaba conmigo solo en un contexto de exigencia. Nunca era suficiente tal y como era. Mi mejor yo, el yo más digno de ser amado, más aceptado, siempre iba por delante de mí: la sombra de un yo posible que, por mucha distancia que recorriera, mi persona real nunca alcanzaba.

Mi eje estaba roto.

Ella me escuchaba en silencio, sin intentar nunca interrumpirme ni completar mis pensamientos con inclinaciones de cabeza o palabras murmuradas. Su silencio era atento y generoso y no pedía nada de mí. Yo había pasado mi vida entera rodeada de personas que, implícita o abiertamente, con discreción y exigencia, me habían pedido mucho.