—Nos las arreglaremos —le prometí.
Se le había soltado el pelo y le caía alrededor de la cara en una enmarañada cascada rubia. Sus ojos grises parecían casi negros.
—Desde que tenía siete años deseo dirigir una búsqueda —dijo.
—Lo vas a hacer de maravilla.
Me miró agradecida, pero enseguida bajó la vista y se concentró en los libros y rollos que había sacado de los estantes.
—Estoy preocupada, Percy. Quizá no tendría que haberte pedido que vinieras. Y tampoco a Tyson y Grover.
—¡Eh!, ¡somos tus amigos! No nos lo perderíamos por nada del mundo.
—Pero... —Se interrumpió.
—¿Qué ocurre? —pregunté—. ¿Es la profecía?
—Seguro que todo irá bien —dijo con un hilo de voz.
—¿Cuál es el último verso?
Entonces hizo algo que me sorprendió de verdad. Pestañeó para reprimir las lágrimas y extendió los brazos hacia mí.
Me acerqué y la abracé. Sentí un enloquecido revoloteo de mariposas en el estómago.
—Eh... ¡que todo va de maravilla! —Le di unas palmaditas en la espalda.
Adquirí de pronto una aguda percepción de la habitación entera. Tenía la sensación de que podía leer el rótulo más diminuto de cualquier libro de las estanterías. El pelo de Annabeth olía a champú al limón. Estaba temblando.