El viejo Allan Armadale, plantador de las Antillas, confiesa por escrito en su lecho de muerte un horrible secreto que solo debe conocer su hijo cuando cumpla la mayoría de edad. Veinte años después, este hijo mulato se hace llamar Ozias Midwinter, es melancólico y, después de una vida atribulada y sin afecto, encuentra por fin un amigo: un joven impulsivo y cordial, amante del mar y libre de preocupaciones, que hereda inesperadamente una gran fortuna. Pero la revelación del secreto causa un enorme sufrimiento, complicado por la intervención de una hermosa pelirroja de oscuro pasado, la señorita Lydia Gwilt, que, con sus maquinaciones y falta de escrúpulos, está dispuesta a sembrar el caos por allí donde pasa: «He demostrado –se jacta en una ocasión— que yo no soy yo». Antítesis de la redimible «mujer caída» victoriana, rebelde a toda sumisión, azote de la respetabilidad y el sentimentalismo, este personaje es sin duda una de las mayores creaciones de Wilkie Collins y el motor de una endiablada trama de codicia, acoso, suplantación y asesinato.
De la ciudad balneario de Wildbad a la agreste isla de Man, de Madeira al laberíntico Londres, de los lagos de Norfolk a la soleada Nápoles, Armadale (1864–1866), que aquí presentamos en traducción de José C. Vales, va de lo onírico a lo real, de lo patético a lo cómico sin conceder apenas un respiro al lector. El mero nombre de Armadale, signo de legitimidad, herencia y poder, es también como una palabra mágica, a veces una maldición y otras un encanto. «Como todas las novelas de Collins –dijo T. S. Eliot–, tiene el inmenso (y cada día más raro) mérito de no ser nunca aburrida.»