La luz de la luna iluminaba la calle polvorienta, y los pequeños melocotoneros estaban negros y quietos; no había brisa alguna. El soñoliento zumbido de los mosquitos de la ciénaga era como un eco de la noche silenciosa. El pueblo estaba oscuro; solamente allá abajo, a la derecha del camino, se veía la luz de una lámpara. En algún lugar de la noche, una mujer cantaba con voz aguda, salvaje, una canción que no tenía principio ni fin, y estaba formada por tres notas solas, que se repetían una vez, y otra, y otra. El jorobado estaba de pie en el porche, apoyado en la baranda, mirando hacia el camino vacío, como esperando que alguien llegase por allí.