Los griegos tenían una capacidad de asombro que ha disminuido en nuestra era, más saturada. Se asombraban ante el simple hecho de que las cosas existieran, de que un alfarero pudiera evitar que una vasija se rompiese, o del brillo de los colores con los que pintaban sus esculturas, mientras que nosotros nos asombramos únicamente ante cosas nuevas, como una nueva forma de vasija o un color desconocido.