Ya desde la portada empiezan a perseguirnos rayos y centellas de un cielo negro y amenazante. La contratapa nos advierte que en un futuro cercano, las consecuencias del cambio climático constituyen una grave amenaza inmediata para la humanidad. Sin embargo, quien se sumerja en este libro de Kim Stanley Robinson esperando asistir a la destrucción del mundo a manos de un cataclismo climático, una especie de versión literaria —y quizá más profunda— de El día después de mañana, se llevará una profunda decepción. No estamos ante un libro catástrofe. No hay tormentas, destrucción, muerte anónima. Por el contrario, nos encontramos con una serie de científicos, personajes muy reales, trajinando en un mundo tan cotidiano que incluye anécdotas al parecer insignificantes, como un cambio de pañales o las compras en el supermercado. De hecho, cuando el lector se da cuenta, ya ha consumido las primeras cien páginas y aún está esperando que pase algo. Pero aunque suene extraño, éste es el mayor mérito del libro. Porque este lector, que se siente defraudado, buceará desesperado entre líneas, intentando descubrir cuál es el conflicto. Y de repente se dará cuenta de que ya está ahí, rodeándolo: y en ese sentido, el libro entero se convierte en una perfecta metáfora de la realidad. Aunque mal le pese a unos cuantos, el mundo no se va a terminar de repente, en medio de explosiones y fuegos artificiales hollywoodenses. Los verdaderos desastres no ocurren un día determinado y en todo el mundo a la vez, sino que van creciendo de a poco, hasta convertirse —lamentablemente— en algo cotidiano. Eso es lo que Señales de lluvia nos cuenta: el fin del mundo ya empezó, ocurre todos los días en que no hacemos algo para remediar los efectos del cambio climático. Y no le corresponde a nuestros hijos o nietos reparar lo que nosotros hacemos hoy. Para entonces será muy tarde.