Si me lo hubieran preguntado, si yo hubiera podido decidirlo, por supuesto habría querido que Beto fuese mi padre, por más raro que fuera, para tener uno. Pero no era y yo ya había entendido que la función padre no podía improvisarse o reformarse: que solamente podía ocuparla una persona. Era una tontería, una injusticia: por culpa de esa rigidez, yo tenía uno que sí era pero no estaba, y uno que sí estaba pero no era. Fue, creo, cuando empecé a entender que el mundo estaba equivocado, confundido: que despilfarraba.