Sólo empañaban, a veces, mi felicidad –mi libertad– los huevos. Los huevos acechaban: una noche, pongamos, necesitaba huevos; había huevos –en el mundo había huevos, en la Argentina había huevos, en Buenos Aires, en mi barrio, en mi cuadra había huevos–; yo tenía la plata necesaria para comprarlos en el bolsillo delantero derecho de mi jean, donde siempre que tenía plata la tenía; los huevos estaban ahí al lado, a un metro, medio metro de mí, detrás del vidrio de la vidriera de una verdulería –cerrada a esa hora de la noche: tan cerca, tan fácil, tan perfectamente fuera de mi alcance. Lo que realmente lima la libertad no son las grandes impotencias; son las pequeñas imposibilidades. Hay cosas que son brutalmente inalcanzables pero –quien más, quien menos– aprendemos a dejar de quererlas: en eso consiste, me dicen, casi todo saber; en eso consiste, me enseñaría el Pastor, más preciso, el saber del que sabe buscar al Señor. Las insidiosas, que te arruinan la vida, son esas cosas que sólo una pequeñez te impide conseguir: las que están ahí, que deberían ser tuyas y no son. Pero aun así, a pesar de los huevos, yo era feliz –mayormente feliz– y rebosaba, en esos días, de ideas sobre las cosas y la vida, las cosas de la vida.