Predilecto sintió una gran pena en su corazón, al contemplar sus andrajos y sus rostros famélicos. Se juró que si un día llegaba a ser Rey, pondría fin a toda aquella maldad.
Así lo dijo, pero el viejo abuelo de la muchacha le advirtió:
—Seguramente así lo piensas, joven Príncipe. Pero has de saber que no cumplirás lo dicho: un Rey nunca podrá ser como tú dices. Y si llegas a Rey, como los otros te portarás, para no dejar de serlo.
—¡No, no! —protestó él—. Te digo la verdad. Mi conducta será muy distinta.
—Entonces dejarías de ser Rey —repitió el anciano—. Muchos años he vivido, y mucho sé de todas estas cosas. Y te diré algo, noble jovencito: acaso nosotros seríamos los primeros en arrojarte del trono.
Estas palabras le dejaron muy confuso, y se dijo: «Mi padre y este anciano dicen lo mismo, cada uno desde lugar opuesto».
—Entonces —dijo Predilecto—, no seré jamás Rey.
Y el anciano sonrió.
—Así, quizá podrás hacer algún bien a gentes como nosotros.