—Pippa —dijo, mirándome—, ¿crees que podrías quererme también?
—¿Y si no pudiera? —susurré.
Se me quedó mirando sin decir nada. Lo que había en sus ojos no era chulería, ni tampoco derrota. Era una certeza, en su fuero interno, que le decía que no se equivocaba sobre nosotros.
Yo sabía cuánto se había esforzado por confiar en su brújula emocional, y no pensaba apagar esa confianza de ningún modo.