Liberarme de las enloquecedoras y extenuantes limitaciones que imponen el tiempo, el espacio y la ley natural… entrar en relación con el inmenso espacio exterior… acercarme a los espectrales y abismales secretos de lo infinito y lo esencial… ¡sin duda, valía la pena arriesgar la vida, el alma y hasta el propio juicio! Y, además, Akeley decía que ya no había peligro… me invitaba a visitarle en lugar de aconsejarme que me mantuviera alejado como había hecho hasta entonces. Una comezón me invadía ante la sola idea de lo que Akeley iba a contarme… Sentía tal fascinación que casi me impedía todo movimiento el imaginarme sentado allí, en aquella solitaria y —en los últimos tiempos— asediada granja, ante un hombre que había hablado con auténticos emisarios del espacio exterior; sentado allí con aquella espeluznante grabación y el montón de cartas en que Akeley había tratado de resumir sus conclusiones previas.