Me gusta ese lento deterioro de la casa, ver desconcharse la pintura de los postigos, cómo se desmorona la masilla de las juntas en las ventanas. Me gustan las telarañas en los rincones de las habitaciones, el polvo en unos libros que, en su mayoría, pertenecieron a mis padres. Me gusta el olor de la vieja encuadernación en tela, el olor indefinible de la casa en general, que cambia muy lentamente con el paso de las estaciones. Los olores de las estaciones, otro archivo que debo crear.
A veces me siento en la cocina o arriba, en el suelo del pasillo, donde, de niño, solía jugar a menudo. O me siento en la cama de mi habitación y espero inmóvil a que me lleguen los recuerdos, voces lejanas, imágenes borrosas, sentimientos intuidos y tan distantes que ya no duelen. Los largos años idénticos, los desayunos, comidas y cenas en las que apenas se hablaba, o no se decía nada importante. La repetición, la certeza de que al día siguiente nos sentaríamos de nuevo todos juntos, y también al siguiente, la próxima semana, el próximo año. Entonces el tiempo parecía infinito, como si no existiera.