Oye —dijo el hombre—, mírame.
El chico miraba al suelo. El hombre se esforzaba por encontrar las palabras, y las palabras llegaron con dificultad.
—Tienes que comportarte como un hombre —empezó, pero se detuvo. Tras una pausa, siguió hablando—. ¿Te acuerdas del poema que aprendiste el año pasado… de Kiping?
—Era Kipling, papá.
—No me acuerdo del nombre pero sí me acuerdo de lo que decía. Hablaba de aceptar lo que pasa, de mantener la cabeza bien alta y ser un hombre. No es culpa mía que tengas que estar en estos sitios. ¿Qué quieres que haga?
—Deja que me quede contigo. —El chico seguía con la cabeza agachada y arrastraba un pie.
—Si pudiera, lo haría. Tengo que trabajar y no hay nadie que pueda cuidarte.
—Papá, puedo cuidarme yo solo. No me meteré en líos, te lo prometo.
Clem luchó contra la humedad de sus ojos.
—No puedes vivir en una habitación amueblada.
—Podemos buscar un apartamento pequeño.
Clem negó con la cabeza. Quería abrazar al chico pero ese tipo de gestos se habían terminado. «Quizá… quizá —pensó— podamos alquilar un apartamento y contratar a una mujer que venga a ayudarnos».