Y luego… ¿Luego? Pues que tus manos recorrieron mis telas; que las mías notaron tus sedas, que tus manos desenterraron mi piel de entre la ropa, que mis manos te despojaron de lujos y de interiores falsos hasta que mis ojos vieron aparecer tus pechos sin montura, tus pezones sin escudos y tu verdadera respiración. Me desnudaste y te desnudé. Y mi cuerpo se enroló en el tuyo para una travesía de salpicaduras de mar y sudor de olas, y así estuvimos yendo a toda vela a ninguna parte, resbalando de un punto cardinal al otro hasta caer rendidas. Si tú fueras el barco, Vita, no querría mares en calma yendo en ti; querría más bien mil veces pasarme la vida cruzando el Cabo de Hornos, de ida, de vuelta, de ida, de vuelta… y no entraría jamás a un puerto con tal de no bajarme nunca de tu bañada y palpitante cubierta[62].
También recuerdo que entré, porque me invitaste, a ver cómo eras por dentro en la más vedada de tus oscuridades; y palpé con mi mano para poder orientarme a ciegas entre tus paredes que se iban cerrando sobre mí a mi paso, como si quisieras atraparme allí para siempre, ocultándome el camino de vuelta; y así encontré la cueva en la que las diosas guardan sus tarros de miel para el invierno. Una miel salada la de las diosas, por cierto. Pero a ellas les gusta más que la dulce. Pura jalea real la que almacenan en ti.
Y tú descendiste también hasta lo más remoto de mí misma, territorio de simas y riscos, y desde allí gritaste un par de veces o tres para ver si mis oquedades tenían eco; y lo tienen, porque el eco te respondió desde lo alto de mí con gritos idénticos a los tuyos, más ahogados quizá, pero multiplicados y más continuos. No quedó rincón de mi cuerpo al que se pudiera ir y tú no fueras, no quedó ninguna curva del tuyo en la que no derrapara mi lengua…
¡cómo se enrolla en metáforas para decir que tuvieron sexo! Virginia, te amo.