Yo sabía —como lo sabe cualquier niño que haya crecido en las inmediaciones de un congal— que detrás de aquel bastión campeaba el revólver del sexo. Y tenía la vaga idea de que del sexo dimanaba una volátil mortificación de la carne mezclada con lo cotidiano, el dinero, el barullo de la noche y el silencio del día. Fuera de esta percepción esquiva y asquerosa, nunca entendí un carajo. Pero gracias al comentario de mamá logré, años más tarde, relacionar el sexo con la música, esa otra fuerza de la naturaleza que tundía a machetazos la desgracia desde nuestra consola Stromberg Carlson.