Hay un ejemplo universal: alguien te gusta, y no te animás a decírselo. Analicémoslo: te gusta, pero elegís no decírselo porque temés que te rechace, ¿no? Bueno, para mí, no. Desde mi punto de vista, no tiene que ver con el rechazo. Para mí tiene que ver con la ilusión y la duda. Me explico: en realidad, te enamoraste de la ilusión que fabricaste en tu cabeza, y jamás vas a amar a nadie como a esa ilusión. Porque ningún ser humano puede ser tan perfecto como esa ilusión que creaste a tu medida. No querés la realidad, querés vivir en la fantasía de la duda: convertís tus metas en inalcanzables para alimentar la ilusión, esa que te va a llevar a la infelicidad, así podés confirmar que sos un infeliz, y conseguís el permiso para seguir quejándote y no hacer nada. ¡Ay, Marcos! ¡La amo tanto, no puedo estar sin su calor! Yo te digo: ¡MENTIRA! ¡Si ni siquiera sabés quién es! Lo que decís amar es la ilusión. Te enamorás de tu ilusión, y gozás tu fracaso, porque hundirte en el fracaso te da un extraño placer, y entrás en ese círculo vicioso que retroalimenta tu mediocridad. ¿Y sabés por qué no se lo decís? Porque si te dice que sí, ya no vas a tener de qué quejarte. Tendrías que asumirte feliz, y vos no querés eso. Vos preferís lamentarte, vivir en la duda. La duda llega para cobijarte de la realidad.